miércoles, 13 de marzo de 2013

URTZ


CONCURSO DE RELATOS
NICK: LORENA


URTZ

Mi primer recuerdo con un animal fue también una de las primeras experiencias angustiosas de mi vida, recién estrenada. En una extensa plaza de barrio en la que se ubicaba la casa de mi familia, contando con poco más de dos años, yo corría presa del pánico hacia el portal, en el que mi madre me gritaba que acelerara para meterme dentro, y así cerrar la puerta al perro de tamaño diminuto que me perseguía. Pensaba que quería morderme, y ahora estoy convencida de que quería jugar, y me río de aquella niña recordando la escena.  

Mi madre por aquel entonces temía a los perros, y yo como consecuencia también, escondiéndome detrás de ella cada vez que una de esas fieras se acercaba por la acera.

Con la llegada de Urtz descubrimos los años perdidos ajenas a la insustituible alegría y plenitud que sólo un animal como él podía aportarnos.


Urtz empezó a formar parte de nuestra familia en octubre de 1998, en mi primer año de universidad, y en plena rebeldía adolescente de mi hermano, con la finalidad de proporcionarle a éste un capricho para contradictoriamente fomentar su sentido de la responsabilidad. En la sobremesa de un sábado comenzamos a bromear con la posibilidad de adoptar un perro mientras veíamos la película Beethoven, y al finalizar la tarde del domingo Urtz ya estaba en casa.

Ese domingo yo había salido con mi primer novio, y al regresar a casa, cuando giré la llave de la puerta de entrada, escuché dos ladridos. Pensé que era mi padre, que desde que mi hermano empezó a insistir en adoptar un perro veinticuatro horas antes, se había dedicado a hacer bromas al respecto fomentando su insistencia entre vacilaciones. Sin embargo, al llegar al final del pasillo vi a ese pequeño diminuto peludo de dos meses intentando adaptarse a su nueva situación entre ladriditos. Se acercó a mí, me olisqueó y retrocedió. Se le notaba nervioso y expectante. Atrás había dejado una camada de siete hermanos, y se enfrentaba a un futuro desconocido e incierto.

Ese momento fue el inicio de una vida compartida durante doce años, llena de emociones indescriptibles que marcaron un antes y un después en mi existencia y desembocaron en una evolución personal de amor hacia los animales, que le debo únicamente a Urtz. Él me enseñó lo que es un perro, me motivó a seguir luchando por otros tras su marcha, por él me inicié en el activismo en defensa de otras especies no humanas, y con él siempre en el corazón avanzo convenciéndome de que llegó a mi vida para darle sentido, marchándose sobreviviendo en mí, pero sin que pudiera devolverle todo lo que incondicionalmente me entregó.

Me viene su recuerdo cogiendo la pelota al vuelo, con una elegancia infinita y la cabeza erguida, consciente de su belleza, o dejando a los niños tan preciado tesoro en sus pies suplicando un lanzamiento. Tenía adoración por los niños, y conseguía que convirtieran el miedo a los perros en amor incondicional hacia él gracias a su insistencia en convertirlos en compañeros de juego. Quien le conocía le apreciaba, e incluso mi abuelo sucumbió a sus encantos, y pasó de verle como un rival de atenciones que no tenía derecho a estar en casa, a ser un cómplice de travesuras con el que compartía su comida a escondidas cuando le apoyaba la cabecita en la pierna.

Mi “rubio” - así le llamaba yo a veces - lo era todo para mí, mi hermano, mi alegría, mi motivo, mi admiración, mi preocupación, lo más preciado que tenía y, entre todas las cosas, mi compañero de pupitre. En mis años de universidad y en mis años de oposiciones, él permanecía paciente tumbado a mi lado, escuchándome recitar las lecciones en voz alta. Sólo Urtz conseguía que desconectara cuando me demandaba jugar con él en el pasillo, nadie más de mi familia tenía el poder de alejarme del estudio. Iba a buscar la pelota, ponía las dos patas delanteras sobre la cama, y me incitaba mirándome de reojo, meneando el rabo y gruñendo provocador, sin que pudiera evitar rendirme a tal estampa, y devorándolo a besos antes de sucumbir a tales encantos.

En las noches de fin de semana de mis primeros años juveniles, cuando llegaba a casa de madrugada, salía de la habitación de mis padres con los ojillos de sueño, recién despertado por escucharme entrar, y como un ritual se tumbaba en mi cama para besuquearme y tener igualmente su ración de mimos. Cuando apagaba la luz, pese a que yo le insistía en que se quedara y algún día lo conseguí, regresaba a la habitación de mis padres. 

Urtz sabía que mi padre era el líder, y que yo era su hermana mayor, la que le proporcionaba diversión y protección. Ambos tuvimos que adaptarnos a una nueva situación cuando me trasladé a Madrid por motivos laborales, resultando la separación amarga para los dos. Urtz ya contaba con nueve años. Iba a verle muchos fines de semana, despertando los celos inofensivos de mis padres, a los que adoro, pero que sabían que por quien aceleraba un poquito más cuando estaba llegando a casa era por Urtz. Sus recibimientos me recargaban de energía y plantaban en mi cara una sonrisa que desapareció con su marcha.

A Urtz le costaba adaptarse a los cambios, se angustiaba en ambientes desconocidos y estaba totalmente acomodado a mis padres y su vida en el norte. Ante  la imposibilidad de traerlo conmigo, decidí adoptar una perrita de vida desafortunada que previsiblemente se pudiera llevar bien con él, ya que compartiríamos los tres fines de semana y vacaciones.

Cuqui, que ya contaba con ocho años cuando las dos formamos nuestra pequeña familia, en abril de 2009, llegó con unas cuantas heridas, perdigones, un problema oftalmológico crónico y una gratitud inmensa por acogerla en una casa que convirtió en un cálido hogar según entró por la puerta.

Urtz le aceptó sin problemas. El primer día se quedó extrañado al verla, y a pesar de que mantenían una distancia marcada por el respeto mutuo, Urtz cedía pacientemente a la dama sus espacios. La tranquilidad de Cuqui me permitía compensar a Urtz el tiempo que la distancia nos impedía disfrutar juntos.

El día que Urtz cruzó el arco iris llegó a traición, nos dejó a todos inmersos en una profunda tristeza. Cuqui aquel día transmitía un sentimiento de dolor que le impedía seguir la rutina diaria. Fue el día que empezó a darme besos, algo que nunca antes había hecho, pero que sabía que Urtz hacía con alegría y sin reparo. Creo que fue su homenaje, y su forma de decirle que continuaría cuidándome, consciente de que su acogida llegó gracias a la plenitud de esos momentos que vivi con él.

Urtz llegó a mi vida como un huracán que iba depositando a su paso momentos inolvidables, que revivirán en mí hasta mi muerte con la misma intensidad y admiración, regalándome lo más bonito de mi vida, que era él, con sus recuerdos. Cuqui me sigue a día de hoy acompañando, regalándome otros tantos momentos imborrables, uniéndonos a ambas un lazo de amor y gratitud infinitas hacia Urtz.

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