CONCURSO DE RELATOS
NICK: LORENA
URTZ
Mi primer recuerdo con un animal
fue también una de las primeras experiencias angustiosas de mi vida, recién
estrenada. En una extensa plaza de barrio en la que se ubicaba la casa de mi
familia, contando con poco más de dos años, yo corría presa del pánico hacia el
portal, en el que mi madre me gritaba que acelerara para meterme dentro, y así
cerrar la puerta al perro de tamaño diminuto que me perseguía. Pensaba que
quería morderme, y ahora estoy convencida de que quería jugar, y me río de
aquella niña recordando la escena.
Mi madre por aquel entonces temía
a los perros, y yo como consecuencia también, escondiéndome detrás de ella cada
vez que una de esas fieras se acercaba por la acera.
Con la llegada de Urtz descubrimos
los años perdidos ajenas a la insustituible alegría y plenitud que sólo un
animal como él podía aportarnos.
Urtz empezó a formar parte de nuestra familia en octubre de 1998, en mi primer año de universidad, y en plena rebeldía adolescente de mi hermano, con la finalidad de proporcionarle a éste un capricho para contradictoriamente fomentar su sentido de la responsabilidad. En la sobremesa de un sábado comenzamos a bromear con la posibilidad de adoptar un perro mientras veíamos la película Beethoven, y al finalizar la tarde del domingo Urtz ya estaba en casa.
Ese domingo yo había salido con
mi primer novio, y al regresar a casa, cuando giré la llave de la puerta de
entrada, escuché dos ladridos. Pensé que era mi padre, que desde que mi hermano
empezó a insistir en adoptar un perro veinticuatro horas antes, se había
dedicado a hacer bromas al respecto fomentando su insistencia entre
vacilaciones. Sin embargo, al llegar al final del pasillo vi a ese pequeño
diminuto peludo de dos meses intentando adaptarse a su nueva situación entre ladriditos.
Se acercó a mí, me olisqueó y retrocedió. Se le notaba nervioso y expectante. Atrás
había dejado una camada de siete hermanos, y se enfrentaba a un futuro
desconocido e incierto.
Ese momento fue el inicio de una
vida compartida durante doce años, llena de emociones indescriptibles que
marcaron un antes y un después en mi existencia y desembocaron en una evolución
personal de amor hacia los animales, que le debo únicamente a Urtz. Él me
enseñó lo que es un perro, me motivó a seguir luchando por otros tras su marcha,
por él me inicié en el activismo en defensa de otras especies no humanas, y con
él siempre en el corazón avanzo convenciéndome de que llegó a mi vida para
darle sentido, marchándose sobreviviendo en mí, pero sin que pudiera devolverle
todo lo que incondicionalmente me entregó.
Me viene su recuerdo cogiendo la
pelota al vuelo, con una elegancia infinita y la cabeza erguida, consciente de
su belleza, o dejando a los niños tan preciado tesoro en sus pies suplicando un
lanzamiento. Tenía adoración por los niños, y conseguía que convirtieran el
miedo a los perros en amor incondicional hacia él gracias a su insistencia en
convertirlos en compañeros de juego. Quien le conocía le apreciaba, e incluso
mi abuelo sucumbió a sus encantos, y pasó de verle como un rival de atenciones
que no tenía derecho a estar en casa, a ser un cómplice de travesuras con el
que compartía su comida a escondidas cuando le apoyaba la cabecita en la
pierna.
Mi “rubio” - así le llamaba yo a
veces - lo era todo para mí, mi hermano, mi alegría, mi motivo, mi admiración,
mi preocupación, lo más preciado que tenía y, entre todas las cosas, mi
compañero de pupitre. En mis años de universidad y en mis años de oposiciones,
él permanecía paciente tumbado a mi lado, escuchándome recitar las lecciones en
voz alta. Sólo Urtz conseguía que desconectara cuando me demandaba jugar con él
en el pasillo, nadie más de mi familia tenía el poder de alejarme del estudio.
Iba a buscar la pelota, ponía las dos patas delanteras sobre la cama, y me incitaba
mirándome de reojo, meneando el rabo y gruñendo provocador, sin que pudiera
evitar rendirme a tal estampa, y devorándolo a besos antes de sucumbir a tales
encantos.
En las noches
de fin de semana de mis primeros años juveniles, cuando llegaba a casa de
madrugada, salía de la habitación de mis padres con los ojillos de sueño,
recién despertado por escucharme entrar, y como un ritual se tumbaba en mi cama
para besuquearme y tener igualmente su ración de mimos. Cuando apagaba la luz,
pese a que yo le insistía en que se quedara y algún día lo conseguí, regresaba
a la habitación de mis padres.
Urtz sabía que
mi padre era el líder, y que yo era su hermana mayor, la que le proporcionaba
diversión y protección. Ambos tuvimos que adaptarnos a una nueva situación
cuando me trasladé a Madrid por motivos laborales, resultando la separación amarga
para los dos. Urtz ya contaba con nueve años. Iba a verle muchos fines de
semana, despertando los celos inofensivos de mis padres, a los que adoro, pero
que sabían que por quien aceleraba un poquito más cuando estaba llegando a casa
era por Urtz. Sus recibimientos me recargaban de energía y plantaban en mi cara
una sonrisa que desapareció con su marcha.
A Urtz le
costaba adaptarse a los cambios, se angustiaba en ambientes desconocidos y
estaba totalmente acomodado a mis padres y su vida en el norte. Ante la imposibilidad de traerlo conmigo, decidí
adoptar una perrita de vida desafortunada que previsiblemente se pudiera llevar
bien con él, ya que compartiríamos los tres fines de semana y vacaciones.
Cuqui, que ya
contaba con ocho años cuando las dos formamos nuestra pequeña familia, en abril
de 2009, llegó con unas cuantas heridas, perdigones, un problema oftalmológico
crónico y una gratitud inmensa por acogerla en una casa que convirtió en un
cálido hogar según entró por la puerta.
Urtz le aceptó
sin problemas. El primer día se quedó extrañado al verla, y a pesar de que
mantenían una distancia marcada por el respeto mutuo, Urtz cedía pacientemente
a la dama sus espacios. La tranquilidad de Cuqui me permitía compensar a Urtz
el tiempo que la distancia nos impedía disfrutar juntos.
El día que
Urtz cruzó el arco iris llegó a traición, nos dejó a todos inmersos en una
profunda tristeza. Cuqui aquel día transmitía un sentimiento de dolor que le
impedía seguir la rutina diaria. Fue el día que empezó a darme besos, algo que
nunca antes había hecho, pero que sabía que Urtz hacía con alegría y sin
reparo. Creo que fue su homenaje, y su forma de decirle que continuaría
cuidándome, consciente de que su acogida llegó gracias a la plenitud de esos
momentos que vivi con él.
Urtz llegó a
mi vida como un huracán que iba depositando a su paso momentos inolvidables, que
revivirán en mí hasta mi muerte con la misma intensidad y admiración,
regalándome lo más bonito de mi vida, que era él, con sus recuerdos. Cuqui me
sigue a día de hoy acompañando, regalándome otros tantos momentos imborrables,
uniéndonos a ambas un lazo de amor y gratitud infinitas hacia Urtz.
mi voto para urtz
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